A veces cuando un rayo de sol golpea violentamente la superficie del espejo, ella cree ver el rostro de su madre surgiendo entre las arrugas prematuras de sus ojos y la forma de su boca, tratando de abrirse camino a través de sus desordenados cabellos.

“ Mami, cada vez me parezco más a tí”, y una voz maldita se desliza sinuosa, como una serpiente, mordiéndola con su veneno doloroso, “¿Mami, tú lo sabías? “.

“ Si, por supuesto que lo sabías”, se responde. “ Y callaste porque querías a mi padrino, estabas enamorada de él. Tal vez pensabas que podría ser él quien te llenara la vida que dejó vacía el hombre que un día se fue al Brasil, prometiéndote volver y del que no supiste nunca nada más. Tal vez, y de eso estoy segura, creíste que podría ser como un padre para mí, el padre al que conocía sólo por una vieja foto en blanco y negro, y te equivocaste, mami. Cómo te equivocaste. Tenías miedo que él te dejara también, y lo hizo, poco a poco, después que jugó conmigo, a pesar de tu silencio.

“ Y yo, en tu lugar, ¿lo haría, callaría?”. Ella siempre se hace la misma pregunta.

El recuerdo surge siempre, materializándose en forma ambigua y dolorosa, pero extrañamente redentora: “Mami, te odié tanto, tanto, que deseaba morirme, para que te quedaras sola. Te odié hasta que un día, haciéndome la dormida, te sentí en mi cama y noté que te acurrucabas a mi lado y me besabas y abrazabas muy suave, para no despertarme”.

“ Y lloraste en silencio y sentí tanto amor que fue como si me pidieras perdón por todo y en ese momento fuimos una sola vida, una sola alma”.

Y cuando por fin ella se quedó sola en la cama, envuelta en un manto de dulce ternura, buscó las lagrimas de su madre en su almohada y pudo sentir con su lengua el sabor salado de unas gotitas que fueron como un bálsamo que podía curar una herida abierta.

Aquí está incluído el capítulo de Doña Augusta